lunes, 30 de mayo de 2011

El apego del amor

Llegó a su casa al atardecer. Había estado desde muy temprano en la mañana y ya sentía ganas de estar en su hogar de nuevo, en parte por el cansancio que sentía, en parte por ver a su mujer. Al abrir la puerta se encontró con esa demacrada figura que lo recibía a diario, cada vez más cadavérica. Su piel lívida, sus ojos cansados y rojos tras unas grandes ojeras, el pelo desordenado. No sabía porque pero en los últimos días su mujer había perdido la alegría que la había caracterizado y había empezado a convertirse en un ente ajeno al mundo, en completa decadencia. Su situación le preocupaba. Se acercó en silencio hacia el sofá donde estaba sentada, observando el televisor apagado. La besó suavemente en la mejilla. La tristeza y la incertidumbre lo invadieron. Su cara no era más que un frío pedazo de carne y su expresión inmutable, no expresó la más mínima alegría tras el beso. Extrañaba esos días en que al besarla, su mujer le regresaba una mirada llena de amor y una hermosa sonrisa. Pero ahora era como vivir con un muerto. Resignado, descargó el saco en el comedor mientras se daba cuenta que los platos del desayuno seguían iguales a como los había dejado en la mañana. El suyo no tenía más que un montón de sobras. Pero junto a su puesto, aún seguía la taza de café, los huevos y el pan, todos fríos como la bienvenida que había recibido. No dijo nada. Simplemente se limitó a llevar los restos a la cocina y lavar todo. Sirvió una cena ligera. Luego la invitó a la mesa. Ella, sumisa se acercó al comedor con pasos desganados y silenciosos. Pero mientras él comía, ella no llegó a tocar su plato.
-Debes comer. Te enfermarás si no lo haces. María, mira tú estado. No quiero que algo malo te suceda. No quiero perderte.
-¿No me quieres perder? ¿Acaso no crees que para eso ya es muy tarde?
Él le devolvió una mirada desconcertante, con un poco de odio y un poco de tristeza.
Al terminar ella se fue al sofá y él a lavar los restos. Luego regresó a la sala y se sentó junto a su mujer. Tomó su mano y la envolvió entre las suyas mientras le daba suaves caricias. Pero su manos eran frías y a pesar de ser delicadas las sentía pesadas. Le habló, expresándole su preocupación. Ella solo lo miraba, con su rostro inexpresivo y esa mirada tras la cual no parecía haber alma. A veces sentía que estaba hablando solo, frente a un maniquí. De nuevo mantuvo una larga y sincera conversación pero ella apenas murmuró palabra. Solo al final dejó escapar una lágrima y a él le pareció que ese gesto le demostraba que aún era humana.
-¿Por qué no me dejas ir?- le preguntó ella con una voz melancólica. -Quiero descansar, por favor.
 El sentía que sus palabras eran implacables flechas que lo herían en el corazón. -¿Por qué? ¿Acaso no fuimos felices por tanto tiempo? - No puedes ser tan egoísta. Te he regalado la mayor parte de mi vida. Treinta años juntos y de repente quieres dejarme. Acaso ya no te hago feliz.
-No es mi culpa. Perdóname. Sabes que no ha sido mi decisión. Son las circunstancias. Fueron una sucesión de cosas. Por favor.
Mientras rogaba y lloraba inconsolable, había regresado un poco al mundo de los vivos. Se había movido y sus manos se daban pequeñas caricias. Por un momento su aspecto pálido y demacrado había desaparecido tras las muestras de sentimientos, incluso aunque estos fueran de tristeza.
-No puedes irte. Yo te lo ruego a ti- le respondió él mientras las lágrimas comenzaban a escapar de sus ojos. Después se quedaron en silencio, mientras la oscuridad de la noche se hacía más densa. Por un momento estaban aislados del resto del mundo, conectados únicamente por sus miradas y sus manos.
Luego de un rato él se fue a dormir y al poco tiempo sintió cómo su mujer se deslizaba calladamente entre las sábanas, casi imperceptible, sin mover siquiera un poco la cama.
Una pesadilla lo sacó del sueño. Se levantó exaltado. Miró a su lado y no encontró más que el vacío y helado espacio de su mujer. A través de la ventana logró divisar la noche, opaca por la lluvia que caía. Se paró de la cama algo preocupado por ella. Se dirigió al sofá y allí estaba ella, igual que siempre, sentada mirando la pantalla negra del televisor mientras observaba quizá su inmóvil y exangüe rostro. Sin voltear, le habló.
-No es tu decisión, tampoco la mía. Simplemente es así y no hay nada que se pueda hacer.
Se paró y se dirigió hacia la puerta. Él la miraba confundido. Ella abrió y salió. Entonces él corrió y la agarro de un brazo, algo enfadado.
-¡No dejaré que me abandones!
La arrastró de nuevo a la cama y luego fue por un lazo que tenía guardad para amarrarla de un tobillo a una de las patas de la cama. Ella no opuso resistencia. Él se acostó de nuevo. Ella se quedó sentaba en la cama, mirando a través de la ventana, añorando la libertad que la esperaba allí afuera.
Al día siguiente él partió y temiendo que ella escapase, la amarró de la calefacción. Decidió regresar temprano a casa, pues seguía preocupado por la situación de la mujer.
Aquí yace María, amada hija, hermana y mujer. Su decisión la alejó demasiado pronto. Invadido por el terror la miró a ella. Solo pudo ver que llevaba una soga envuelta alrededor del cuello.

Por Camilo

2 comentarios:

  1. Me puso la piel de gallina

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  2. NaT: ¿Te gustó? Si una historia despierta sensaciones en el lector, entonces parte del objetivo está cumplido.

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