Dormía tranquilo todas las noches, excepto esa. Su peor temor. Ya era
un adulto y sin embargo esa noche le atemorizaba más que nada. En realidad, ser un adulto, o un ser racional,
lo explicaba todo. Se retorcía en su ventana mientras observaba los desfiles en
la calle. Niños, principalmente y uno que otro adulto, se vestían con trajes
poco convencionales, soñando, por una noche, a ser el héroe, villano o cualquier otra cosa que de otro modo no
podían. La afluencia, brillante de
colores y parafernalia, los excesos pululando en un constante flujo de desfiles
ocasionales, que iban de puerta en puerta, exhibiendo su indumentaria, en un
ritual fantasioso, un intercambio de cantos por dulces.
Pero él no soportaba nada de esto. Tanta alegría, tanto color, rostros
alegres manchados de caramelos alrededor de los labios. No aguantaba verlo.
Nadie más podía entenderlo. Sólo él sabía lo que tanto le incomodaba. Sólo él
conocía el verdadero secreto de esa terrible noche.
Mientras avanzaba la noche, el ritmo incesante de alegría se iba
apagando. Nuevamente la soledad nocturna se apropiaba, como las otras 364
noches del año, dando paso a un silencio sepulcral. Y él, desde su ventana
sufría cada vez más. El sudor frío comenzaba a brotar de su frente, sus manos
comenzaban a temblar en un ritmo casi furioso. Y luego, justo antes de la media
noche, como cada año, empezaban a asomarse por entre las agrietadas paredes de
su ruinoso hogar. Los seres de otro mundo, ánimas de sufrimiento,
desconocedoras de la tranquilidad y la felicidad, venían a su casa siempre, en una
rutina maligna, a atormentarlo, a mostrarle lo que había más allá de las mismas
puertas del mismo infierno, a susurrarle con voces inclementes y aterradoras
los secretos que se ocultaban más allá de la muerte. Todo mientras sonaban las
12 campanadas. Cada una más agotadora que la otra, mientras él se retorcía en
un rincón, tapándose inútilmente los oídos, cerrando los ojos sin poder dejar
de ver el desfile de almas disfrazadas de atrocidades indescriptibles, gritando
en coro pavorosas palabras. Y luego, mientras el eco de la última campanada se
ahogaba en el tiempo, se quedaba de nuevo solo, llorando. Todo, ocurría cada
noche, de la misma manera, ese 31 de octubre, en la noche de Halloween.