martes, 22 de noviembre de 2011

Diario de un demente (Parte 2)

Acabo de despertar con un fuerte dolor de cabeza. Hay una pequeña mancha de sangre en la pared. Poco a poco me doy cuenta de lo que sucede. En mi mano sostenía este diario. Estaba hablando sobre el problema con mi piano. Recuerdo cada vez mejor, mientras, de nuevo, me voy desesperando. No funcionan las teclas. ¿Cómo voy a romper la armonía en esos momentos de desesperación? Una vez más siento el deseo de golpear mi cabeza contra la pared pero tras el primer impacto, el dolor en mi frente se hace insoportable. Un hilo de sangre resbala y casi se me mete a un ojo. Pero eso no me preocupa tanto. Me doy cuenta que oigo un pito. Es un sonido agudo, continuo. A medida que pienso más en él, se intensifica. Estoy a punto de enloquecer (si aún no lo estoy). Es un compás eterno, de un solo tiempo, es el fondo de la música universal que resuena a mí alrededor. Luego se añade otro sonido más. Tic, tac, tic, tac… Busco con angustia e impaciencia la fuente del condenado sonido. Lo encuentro en una caja donde tenía guardados algunos objetos viejos. Maldito reloj, con su sonido seco y rítmico, coincidiendo con el baile pausado de las manecillas. Lo arrojo con ira contra una pared pero el sonido no se detiene y las pérfidas saetas quedan hacia mí, bailando, girando, mirándome, burlándose de mí. Y luego se unen los latidos de mi corazón, el palpitar de mi sangre alrededor de todo mi cuerpo. Se va formando una siniestra orquesta y el pito se intensifica más. No lo soporto. Abro la puerta del desván con furia, casi arrancándola de su pivote. Corro hasta el piano en un intento fallido por aniquilar la música.  Golpes y más golpes. Muebles destrozándose contra las paredes sirven para acallar, por breves momentos el ritmo incesante. Salgo a la calle. Me tiro sobre el pavimento, mirando al cielo, exhausto, resignado. Pero el silencio se hace evidente y pronto no escucho nada. Calma, por fin un poco de paz. Y de pronto, en una maravillosa confabulación, las nubes se preparan para descargar un torrencial. Sonrío, no puedo evitarlo. Sin el piano, la lluvia es lo único que me queda.
Veo caer la primera gota. Algo suena, una sola nota, suave y tímida. Me niego a creerlo. Sólo lo inventé. Calma, disfruta de la lluvia. Trato de convencerme. La segunda gota y de nuevo suena otra nota diferente. La siguiente y la siguiente caen, todas acompañadas de una nota. La lluvia se intensifica. No oigo el usual y placentero desorden de las gotas al golpear el suelo. Ahora cada una suelta una nota y en conjunto es una melodía. ¡No! No me pueden quitar lo único que me quedaba. Ahora aparece la luz del faro. Y todo se convierte en una hermosa pieza musical. Hay que admitirlo. Pero en mi condición no puedo disfrutarla porque solo logra aumentar mi locura, mi desesperación. Corro dentro de mí casa pero ni el techo me oculta de la melodía que suena en todas partes. Todo lo que escucho suena al ritmo de la música. Todo lo que veo baila al ritmo de la misma. Y entonces ya sé lo que tengo que hacer. Tomo un viejo abrecartas. Es lo primero que encuentro. Lo agarro fuertemente con ambas manos y doy cuatro estocadas, suficientes. Y entonces todo deja de sonar y todo deja de bailar. El dolor es insoportable, pero no tanto como la armonía que había antes. Me arrastro a tientas hasta el sofá y me siento plácidamente. Hasta el ritmo de mi corazón se hace tan suave que ya no lo siento. Me siento rebosante de alegría, de satisfacción y de sosiego. Ya no tendré que ver ni escuchar nunca más la música ni el baile universal.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Diario de un demente (Parte 1)

Que alguien apague esa luz. Estoy parado en medio de la calle. Es tarde. Ya no pasan carros a esta hora. Un silencio total me envuelve, me absorbe. Cae una suave lluvia. No me molestan las pequeñas goteras que golpean mi cara. Estoy concentrado en esa maldita luz. Ese faro que se ve a la distancia, que me alumbra con un ritmo incesante. Esa luz que gira eternamente, me alumbra, se aleja hasta el horizonte y regresa. No puedo descansar. No con esa luz. No sé cuánto tiempo llevo allí parado, mirándola. Mientras regreso, el ruido seco de mis zapatos golpeando el pavimento comienza a enloquecerme. Ruido, silencio, ruido silencio, algo que se repite a cada paso. Me parece que va en ritmo con la luz del faro. Paso, silencio, paso, luz, silencio. Una y otra vez mientras me acerco a la puerta de mi casa. El corto camino se me hace eterno mientras el ritmo me desespera.
No comprendo que me pasa. Antes era diferente. Quiero decir, el mismo ritmo estaba allí. El faro, todas las noches girando nunca me molestó. He caminado toda mi vida y jamás noté el ritmo de mis pasos. Todo cambió hace algunas noches. Es decir, nada cambió. Me levanté de la misma manera, fui al trabajo por el mismo camino. Ese día era igual a todos. Nada era diferente. Pero algo cambió, en mí o en mi entorno. Ahora no logro estar tranquilo. Es el orden de las cosas. El mundo, la gente, todo quiere estar en orden. ¡No! La luz del faro, mis pasos, estar en el trabajo todos los días a la misma hora, el ruido de los dedos al golpear las teclas del computador, todo, siempre siguiendo un ritmo, un compás que rige la música del mundo. No lo soporto. Odio esa música. Tanto orden, tanta armonía. Solo hay dos cosas que me tranquilizan: La lluvia y sentarme a tocar piano. Esta noche no llueve lo suficiente. Así que tengo que entrar y sentarme en el piano y tocar. Tengo que acabar con la armonía, así sea por unos segundos, para lograr tranquilizarme un poco y poder dormir. Me siento frente a las teclas y como el mejor de los pianistas, hago un gesto inservible con mis dedos, como preparándolos para disponerse a deslizarse con destreza sobre el instrumento. Pero, claro está, no me dispongo a entonar ninguna obra maestra. Enloquecería (aún más) de hacerlo. Aguanto la respiración por un segundo para disfrutar del silencio y la calma que me dispongo a destruir y luego descargo con furia los dedos, los puños, los brazos sobre las teclas, produciendo un estruendo placentero, un ruido endemoniado que apacigua mi intranquilidad. Disfruto por largo rato de ese sonido que surge del movimiento aleatorio de mis manos, no sé por cuanto tiempo, hasta que una sonrisa se dibuja en mi rostro. Luego me detengo pues ya podré dormir un poco. Me dirijo a la cocina y me tiro sobre el sofá. Dejo encendida la luz y cierro los ojos.
¿Por qué la cocina? Un impulso, eso fue todo. Descubrí que no soportaba dormir más en mi habitación. Era vivir al mismo ritmo que no soporto. No podía vivir en lo que llamaría normalidad. Ahora duermo en la cocina, como en la habitación, cocino en el salón. Todo está hecho un desorden y me gusta que sea así. Pero, como todos los días tengo que soportar una rutina a la que estoy forzado. Ir hasta el paradero. Tomar el mismo bus. Ir a la oficina, sentarme a preparar documentos, a verle la maldita cara sonriente a los demás, con esas ganas que me dan de reventarles la nariz con un puño. Pero me controlo. Recuero el sonido de mi piano, la lluvia caer, y me sirve para aguantarme hasta regresar de nuevo a casa en la tarde.
Hoy, mientras me dirigía de nuevo a mi casa, no sabía lo que me esperaba. Casi corriendo me senté frente al piano para descargar mi frustración, para descubrir que del instrumento no brotaba ninguna clase de sonido. Golpeé más fuerte pero solo conseguí desprender algunas teclas. ¿Qué puedo hacer ahora? Afuera no llovía. Me encerré en el desván. Llevo varias horas aquí. Estoy a punto de enloquecer. No sé qué hacer. Aunque…