martes, 13 de marzo de 2012

El pintor (Parte II)

El reloj que colgaba sobre la puerta marcaba un monótono conteo regresivo. Poco antes de dar las doce, el forense terminó con el cuerpo en el que estaba trabajando, un ladrón abatido en el centro de la ciudad. Lo cubrió con la sábana impecablemente blanca y lo guardó empujándolo a la oscuridad que había en el hueco de la pared. Se quitó la bata y los guantes, dejó tirados los instrumentos sobre una mesita metálica. Luego tomó su chaqueta y se despidió apenas con un gesto antes de cerrar la puerta. Entonces el muchacho quedó solo en la habitación. La luz de neón blanca emitía un zumbido constante que al principio le había resultado molesto pero ahora apenas lo escuchaba. Sin embargo la luz emitía un efecto estroboscópico que le causaba dolor de cabeza y nunca pudo acostumbrarse. El silencio era increíblemente ensordecedor. Podía casi escuchar el flujo de sangre que pasaba por sus orejas. Al principio se movía de manera tímida. No se sentía cómodo con un montón de cadáveres guardados allí tras una delgada puerta. Tomó un trapo, un trapeador y un balde metálico, horriblemente manchado con la sangre de cientos de cuerpos que había pasado por allí. Comenzó limpiando los instrumentos y la mesa en los que antes había estado trabajando el forense.
En determinado momento se dirigió a un lavadero para limpiar el balde. Lo llenó de agua y luego vació el agua rojiza, que se fue lentamente por el sifón. Y fue en ese momento que una imagen se apoderó de su mente. Por un instante muy breve, el líquido que se escapaba hacia las tuberías formó una imagen, o así lo percibió él. Una obra de arte, realmente algo digno de ser plasmado. Se quedó quieto, desviando todos sus esfuerzos para concentrarse únicamente en grabar en su mente la imagen que ya había desaparecido. El resto de su turno de trabajo estuvo desesperado pues mientras hacía sus labores, solo pensaba en llegar a su casa y transmitir esa idea al lienzo.
Llegó a su casa a las  cuatro de la mañana. A pesar de estar extenuado, se sentó en su mesa de dibujo. Pero el amanecer llegó y aún no lograba dar más de dos pinceladas para obtener una obra digna de lo que se imaginaba. Simplemente le fue imposible lograrlo. Y comprendió por qué. Y también sabía la solución. Pero para ello, debería esperar hasta la noche siguiente, hasta regresar a la morgue.

sábado, 3 de marzo de 2012

Los monstruos de tu infancia

He estado mucho tiempo sin escribir y sin visitar el blog. Y pido disculpas a los lectores. Hay una historia sin terminar (El pintor) que simplemente no he podido continuar escribiendo porque cada vez que me siento a escribirla, no se me ocurre nada bueno. Por ahora dejo un relato diferente que escribí a mano, en la calle, mientras esperaba algo. Simplemente empecé a escribir lo que me venía a la mente y resultó una historia que me gustó más de lo que esperaba. Espero que también les guste a ustedes:

Al fondo del corredor había una puerta. Siempre permanecía cerrada. Toda su vida, desde que era muy pequeño había querido saber que había tras esa puerta pero nunca había tenido el valor de acercarse y abrirla. Ni siquiera de acercarse y poner su mano sobre el pomo frío y oxidado. Pero la curiosidad siempre estaba presente. Un día siendo joven, le preguntó a su padre que había tras esa puerta. Este le respondió: “Tras esa puerta, hijo mío, hay una habitación donde están guardados los monstruos de tu infancia.” Se le heló la sangre al escuchar dichas palabras y por muchos años la curiosidad y las ganas de abrir la puerta desaparecieron en el olvido.
Muchos años después, ya muertos sus padres, decidió visitar la casa que había acogido su niñez. Se paralizó cuando, al subir las escaleras, se encontró al frente de la puerta, al otro lado del corredor. Los recuerdos llegaron a su mente como una avalancha. No supo por cuánto tiempo estuvo ahí quieto, repasando cada imagen, cada pensamiento relacionado con la puerta. Y luego recordó las palabras de su padre, casi tan reales y vívidas como si se las hubiesen susurrado al oído. Pero en su madurez se imaginó que los monstruos de su infancia no eran más que estúpidas figuras, temores de un niño sin aspiraciones, sin conocimiento de la vida. Entonces, por primera vez tuvo la fuerza para caminar hacia la puerta. Y aunque no debía tenerle miedo a lo que había allí dentro, no pudo evitar que su corazón empezase a palpitar fuertemente. Su mente se colmó de suposiciones, de complejas escenografías que se fueron a lo absurdo cuando tras la puerta encontró una habitación vacía excepto por un pequeño cofre en el suelo, algo que percibió como una decepción.
El miedo fue desapareciendo lentamente ante el inofensivo contenedor de madera. Se agachó junto a este y lo contempló. Parecía delicado y de gran valor, pero más que eso, inspiraba tranquilidad. Sentía que los monstruos que guardaban habían muerto o estaban en un sueño profundo pues el cofre no presentaba el más mínimo movimiento o vibración para indicar lo contrario. Cuando por fin se convenció que el cofre no guardaba más que los estúpidos temores de un niño inocente y su corazón latía normalmente una vez más, decidió que era hora de abrir el cofre y terminar con tantos años de curiosidad. Posó suavemente las manos sobre la tapa, con exagerada delicadeza, temiendo acaso romper el cofre. Apenas hizo esfuerza hasta escuchar un leve craqueo indicándole que estaba abierto. Entonces, de un solo movimiento tiró la tapa hacia atrás.
Se petrificó. Sus pupilas se dilataron hasta tener la visión borrosa. Sus ojos se quedaron estáticos y le resultó imposible desviar la mirada. Comenzó a llorar, gritando como un niño, un niño estúpido, el niño estúpido de temores absurdos. Cuando por fin pudo retomar el control de su cuerpo, corrió a la habitación de sus padres para encontrarse con una vieja cama vacía y cubierta de polvo. Ya no estaban allí para cuidarlo en las noches de temor. Entonces, apenas sintió que los monstruos de su infancia entraban a la misma habitación, se entregó sin oponer resistencia.
Por Camilo