miércoles, 21 de diciembre de 2011

Microrrelato II

-¡Que ejecuten al culpable de la miseria de mi gente! –dijo el rey sin saber que se estaba condenando a si mismo.

martes, 22 de noviembre de 2011

Diario de un demente (Parte 2)

Acabo de despertar con un fuerte dolor de cabeza. Hay una pequeña mancha de sangre en la pared. Poco a poco me doy cuenta de lo que sucede. En mi mano sostenía este diario. Estaba hablando sobre el problema con mi piano. Recuerdo cada vez mejor, mientras, de nuevo, me voy desesperando. No funcionan las teclas. ¿Cómo voy a romper la armonía en esos momentos de desesperación? Una vez más siento el deseo de golpear mi cabeza contra la pared pero tras el primer impacto, el dolor en mi frente se hace insoportable. Un hilo de sangre resbala y casi se me mete a un ojo. Pero eso no me preocupa tanto. Me doy cuenta que oigo un pito. Es un sonido agudo, continuo. A medida que pienso más en él, se intensifica. Estoy a punto de enloquecer (si aún no lo estoy). Es un compás eterno, de un solo tiempo, es el fondo de la música universal que resuena a mí alrededor. Luego se añade otro sonido más. Tic, tac, tic, tac… Busco con angustia e impaciencia la fuente del condenado sonido. Lo encuentro en una caja donde tenía guardados algunos objetos viejos. Maldito reloj, con su sonido seco y rítmico, coincidiendo con el baile pausado de las manecillas. Lo arrojo con ira contra una pared pero el sonido no se detiene y las pérfidas saetas quedan hacia mí, bailando, girando, mirándome, burlándose de mí. Y luego se unen los latidos de mi corazón, el palpitar de mi sangre alrededor de todo mi cuerpo. Se va formando una siniestra orquesta y el pito se intensifica más. No lo soporto. Abro la puerta del desván con furia, casi arrancándola de su pivote. Corro hasta el piano en un intento fallido por aniquilar la música.  Golpes y más golpes. Muebles destrozándose contra las paredes sirven para acallar, por breves momentos el ritmo incesante. Salgo a la calle. Me tiro sobre el pavimento, mirando al cielo, exhausto, resignado. Pero el silencio se hace evidente y pronto no escucho nada. Calma, por fin un poco de paz. Y de pronto, en una maravillosa confabulación, las nubes se preparan para descargar un torrencial. Sonrío, no puedo evitarlo. Sin el piano, la lluvia es lo único que me queda.
Veo caer la primera gota. Algo suena, una sola nota, suave y tímida. Me niego a creerlo. Sólo lo inventé. Calma, disfruta de la lluvia. Trato de convencerme. La segunda gota y de nuevo suena otra nota diferente. La siguiente y la siguiente caen, todas acompañadas de una nota. La lluvia se intensifica. No oigo el usual y placentero desorden de las gotas al golpear el suelo. Ahora cada una suelta una nota y en conjunto es una melodía. ¡No! No me pueden quitar lo único que me quedaba. Ahora aparece la luz del faro. Y todo se convierte en una hermosa pieza musical. Hay que admitirlo. Pero en mi condición no puedo disfrutarla porque solo logra aumentar mi locura, mi desesperación. Corro dentro de mí casa pero ni el techo me oculta de la melodía que suena en todas partes. Todo lo que escucho suena al ritmo de la música. Todo lo que veo baila al ritmo de la misma. Y entonces ya sé lo que tengo que hacer. Tomo un viejo abrecartas. Es lo primero que encuentro. Lo agarro fuertemente con ambas manos y doy cuatro estocadas, suficientes. Y entonces todo deja de sonar y todo deja de bailar. El dolor es insoportable, pero no tanto como la armonía que había antes. Me arrastro a tientas hasta el sofá y me siento plácidamente. Hasta el ritmo de mi corazón se hace tan suave que ya no lo siento. Me siento rebosante de alegría, de satisfacción y de sosiego. Ya no tendré que ver ni escuchar nunca más la música ni el baile universal.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Diario de un demente (Parte 1)

Que alguien apague esa luz. Estoy parado en medio de la calle. Es tarde. Ya no pasan carros a esta hora. Un silencio total me envuelve, me absorbe. Cae una suave lluvia. No me molestan las pequeñas goteras que golpean mi cara. Estoy concentrado en esa maldita luz. Ese faro que se ve a la distancia, que me alumbra con un ritmo incesante. Esa luz que gira eternamente, me alumbra, se aleja hasta el horizonte y regresa. No puedo descansar. No con esa luz. No sé cuánto tiempo llevo allí parado, mirándola. Mientras regreso, el ruido seco de mis zapatos golpeando el pavimento comienza a enloquecerme. Ruido, silencio, ruido silencio, algo que se repite a cada paso. Me parece que va en ritmo con la luz del faro. Paso, silencio, paso, luz, silencio. Una y otra vez mientras me acerco a la puerta de mi casa. El corto camino se me hace eterno mientras el ritmo me desespera.
No comprendo que me pasa. Antes era diferente. Quiero decir, el mismo ritmo estaba allí. El faro, todas las noches girando nunca me molestó. He caminado toda mi vida y jamás noté el ritmo de mis pasos. Todo cambió hace algunas noches. Es decir, nada cambió. Me levanté de la misma manera, fui al trabajo por el mismo camino. Ese día era igual a todos. Nada era diferente. Pero algo cambió, en mí o en mi entorno. Ahora no logro estar tranquilo. Es el orden de las cosas. El mundo, la gente, todo quiere estar en orden. ¡No! La luz del faro, mis pasos, estar en el trabajo todos los días a la misma hora, el ruido de los dedos al golpear las teclas del computador, todo, siempre siguiendo un ritmo, un compás que rige la música del mundo. No lo soporto. Odio esa música. Tanto orden, tanta armonía. Solo hay dos cosas que me tranquilizan: La lluvia y sentarme a tocar piano. Esta noche no llueve lo suficiente. Así que tengo que entrar y sentarme en el piano y tocar. Tengo que acabar con la armonía, así sea por unos segundos, para lograr tranquilizarme un poco y poder dormir. Me siento frente a las teclas y como el mejor de los pianistas, hago un gesto inservible con mis dedos, como preparándolos para disponerse a deslizarse con destreza sobre el instrumento. Pero, claro está, no me dispongo a entonar ninguna obra maestra. Enloquecería (aún más) de hacerlo. Aguanto la respiración por un segundo para disfrutar del silencio y la calma que me dispongo a destruir y luego descargo con furia los dedos, los puños, los brazos sobre las teclas, produciendo un estruendo placentero, un ruido endemoniado que apacigua mi intranquilidad. Disfruto por largo rato de ese sonido que surge del movimiento aleatorio de mis manos, no sé por cuanto tiempo, hasta que una sonrisa se dibuja en mi rostro. Luego me detengo pues ya podré dormir un poco. Me dirijo a la cocina y me tiro sobre el sofá. Dejo encendida la luz y cierro los ojos.
¿Por qué la cocina? Un impulso, eso fue todo. Descubrí que no soportaba dormir más en mi habitación. Era vivir al mismo ritmo que no soporto. No podía vivir en lo que llamaría normalidad. Ahora duermo en la cocina, como en la habitación, cocino en el salón. Todo está hecho un desorden y me gusta que sea así. Pero, como todos los días tengo que soportar una rutina a la que estoy forzado. Ir hasta el paradero. Tomar el mismo bus. Ir a la oficina, sentarme a preparar documentos, a verle la maldita cara sonriente a los demás, con esas ganas que me dan de reventarles la nariz con un puño. Pero me controlo. Recuero el sonido de mi piano, la lluvia caer, y me sirve para aguantarme hasta regresar de nuevo a casa en la tarde.
Hoy, mientras me dirigía de nuevo a mi casa, no sabía lo que me esperaba. Casi corriendo me senté frente al piano para descargar mi frustración, para descubrir que del instrumento no brotaba ninguna clase de sonido. Golpeé más fuerte pero solo conseguí desprender algunas teclas. ¿Qué puedo hacer ahora? Afuera no llovía. Me encerré en el desván. Llevo varias horas aquí. Estoy a punto de enloquecer. No sé qué hacer. Aunque…

lunes, 31 de octubre de 2011

Halloween

Dormía tranquilo todas las noches, excepto esa. Su peor temor. Ya era un adulto y sin embargo esa noche le atemorizaba más que nada.  En realidad, ser un adulto, o un ser racional, lo explicaba todo. Se retorcía en su ventana mientras observaba los desfiles en la calle. Niños, principalmente y uno que otro adulto, se vestían con trajes poco convencionales, soñando, por una noche, a ser el héroe, villano  o cualquier otra cosa que de otro modo no podían.  La afluencia, brillante de colores y parafernalia, los excesos pululando en un constante flujo de desfiles ocasionales, que iban de puerta en puerta, exhibiendo su indumentaria, en un ritual fantasioso, un intercambio de cantos por dulces.
Pero él no soportaba nada de esto. Tanta alegría, tanto color, rostros alegres manchados de caramelos alrededor de los labios. No aguantaba verlo. Nadie más podía entenderlo. Sólo él sabía lo que tanto le incomodaba. Sólo él conocía el verdadero secreto de esa terrible noche.
Mientras avanzaba la noche, el ritmo incesante de alegría se iba apagando. Nuevamente la soledad nocturna se apropiaba, como las otras 364 noches del año, dando paso a un silencio sepulcral. Y él, desde su ventana sufría cada vez más. El sudor frío comenzaba a brotar de su frente, sus manos comenzaban a temblar en un ritmo casi furioso. Y luego, justo antes de la media noche, como cada año, empezaban a asomarse por entre las agrietadas paredes de su ruinoso hogar. Los seres de otro mundo, ánimas de sufrimiento, desconocedoras de la tranquilidad y la felicidad, venían a su casa siempre, en una rutina maligna, a atormentarlo, a mostrarle lo que había más allá de las mismas puertas del mismo infierno, a susurrarle con voces inclementes y aterradoras los secretos que se ocultaban más allá de la muerte. Todo mientras sonaban las 12 campanadas. Cada una más agotadora que la otra, mientras él se retorcía en un rincón, tapándose inútilmente los oídos, cerrando los ojos sin poder dejar de ver el desfile de almas disfrazadas de atrocidades indescriptibles, gritando en coro pavorosas palabras. Y luego, mientras el eco de la última campanada se ahogaba en el tiempo, se quedaba de nuevo solo, llorando. Todo, ocurría cada noche, de la misma manera, ese 31 de octubre, en la noche de Halloween.

viernes, 28 de octubre de 2011

Habitual

Se había caracterizado por su alegría. Pero, tal como decían sus amigos, últimamente se comportaba de manera extraña. Se había vuelto reservado y agresivo. Había dejado de sonreír. Constantemente se iba. Su cuerpo permanecía quieto, pero su mente se alejaba, recorriendo caminos que sólo él conocía. Pero quizá sus amigos se equivocaban. Quizá ahora no se comportaba de manera extraña. Quizá se había comportado como un extraño por años y sólo ahora venía a comportarse de manera normal. Normal, como era realmente. En verdad, había decidido quitarse la máscara que había usado toda su vida. Los demás se habían acostumbrado a una forma que no era él y por eso ahora les resultaba diferente.
A pesar de estar extrañados, sus amigos desconocían el desenlace de todo. Sucedió un día mucho después. Las rarezas, a fuerza de rutina, poco a poco se convertían en normalidad. Y su comportamiento, reservado y agresivo ya no resultaba tan intrigante.
Estaban reunidos en un pequeño salón, como solían hacerlo normalmente. Él también estaba, sentado en una esquina, y no había hablado nada en toda la tarde. Y el día se desarrollaba de manera habitual, sin eventos fuera de lo común que en definitiva, lo obligaban a quedar en el olvido. Después de todo, son los hechos extraordinarios los que ayudan a grabar en la memoria los días. De lo contrario, pasan inadvertidos y la vida continúa normal.
Afuera llovía torrencialmente, por lo que habían cerrado la puerta y las ventanas para evitar que el agua entrara a la habitación. De repente, un relámpago iluminó todo con una enceguecedora luz, seguido casi al instante por un ensordecedor trueno. Las luces se apagaron por unos instantes, pocos segundos, antes que regresaran acompañadas por el habitual sonido de la planta de energía de emergencia. Pero él ya no estaba allí. Extrañados comenzaron a buscarlo por todos lados. Pero les resultaba absurdo. La luz se había ido por segundos. Ese tiempo no era suficiente para que él llegase siquiera hasta la puerta de la habitación sin ser visto. Además, ni esta ni las ventanas se había abierto en el breve momento que todo duró. Había estado allí sentado y segundos después, como sí nada, se había ido. Reunieron sus versiones del momento, tratando de reconstruir de manera fiel aquellos instantes. Pero pronto la historia se fue llenando de elementos fantasiosos, impuestos por sus mentes, que, anonadada y confundida, no logró actuar de manera normal. Quizá lo que se cuenta aquí ocurrió de manera diferente. Pero nunca se volvió a saber nada de él.

jueves, 13 de octubre de 2011

Sombra

Estaba sentado en una banca junto al lago. La sombra que salía de sus pies se alargaba cada vez más, volviéndose más borrosa, más clara. Comenzó a repasar recuerdos de su vida. Su sombra siempre había estado a su lado. Pero ese día, sin explicarlo, había decidido irse. A medida que avanzaba la tarde, su sombra se iba alejando más. No entendía. Tanto tiempo había sido su fiel compañera y de repente un día cualquiera se iba. Pero ese día, sentado junto al agua encontró la razón. En el reflejo de su rostro no encontró al hombre alegre que había vivido con su sombra por años. Ahora era un anciano cansado, a quien el tiempo finalmente empezaba a cobrarle las andanzas. Mientras fue joven, había llevado a su sombra a los más hermosos parajes. Había sido todo un aventurero. Pero ahora no tenía nada que ofrecerle a su amiga. Y por eso lo dejaba. Bajó la mirada a sus pies y vio como la sombra finalmente se desprendía de su cuerpo. La observó mientras se alejaba.  Y entonces se acabó toda la tristeza. Se acabó el cansancio de la vejez. Volvió a sentirse joven.  Se fue fundiendo con el paisaje y luego se posó a los pies de otro, para convertirse en su nuevo compañero.

domingo, 9 de octubre de 2011

Microrrelato I

"Que tengas un buen día” dijo la madre antes de encender la luz. El pequeño monstruo se cubrió hasta la cabeza. Cuando se quedaba solo con la luz encendida, pensaba que en cualquier momento un humano podía aparecer.

martes, 4 de octubre de 2011

¿Sociedad o lo de Afuera? (Parte 3)


Democracia. Si querían ser un grupo civilizado, si querían establecer una especie de sociedad mientras estuviesen allí dentro, el líder debía ser elegido de esta forma.
-Tiene que ser un hombre porque tiene que tener carácter –propuso Jorge.  Nadie objetó. Muchas de las mujeres no estaban de acuerdo pero no se atrevían a contrariar a un hombre.
En poco tiempo organizaron una improvisada urna y rasgaron las hojas de un cuaderno. Cada uno escribió un nombre en el papel y luego lo depositó  en la caja. El conteo de los votos fue casi inmediato. Todos estaban nerviosos pues sentían que en realidad estaban eligiendo el gobernante de su nueva sociedad, aquel que los guiaría en los momentos de dificultad. ¿Acaso era correcto pensar así? Después de todo, el ganador era un hombre más; y como todos, le temía a lo de afuera; como todos, también sentía ira; como todos, podía equivocarse.
Alberto ganó por una notable diferencia. Todos excepto Jorge se alegraron pues veían en Alberto un símbolo de seguridad.
Los primeros días no fueron mayor problema. Pero ahora que habían bloqueado las salidas de la casa, limitando su espacio aún más, algunos se sentían incómodos. La comida también era un tema preocupante. Tras el último balance, Alberto les había dicho que tenían alimento para 5 días más. Había mentido. Les quedaba para 2 días máximo.
Sin embargo, la mañana siguiente, Alberto se enteró de algo que lo puso entre la espada y la pared. Descubrió que alguien había robado parte de la comida que tenían almacenada. Y entonces no supo que hacer: Acusar a alguien podría desencadenar una disputa, lo cual no era conveniente debido a la tensión que se vivía en esos momentos. O podía ocultar lo ocurrido, aunque todo tenía que saberse en pocas horas, cuando el alimento se acabase por completo.
Preocupado, se acercó a su mujer, quizá la única persona del grupo en quien confiaba, y le contó lo que había sucedido. Decidieron comentar inmediatamente el tema con los demás. A pesar de solicitar control y respeto, la noticia genero una fuerte discusión. Jorge se atrevió a acusar directamente a Teresa. Otros hombres trataron de hacerlo retractar de lo que decía, hacerlo pedir disculpas por las acusaciones sin fundamento. Él se negó y pronto la discusión llegó a los golpes. Un ruido seco silencio al grupo. Todos dieron un paso atrás, excepto Felipe, quien se quedó apretando sus manos contra el vientre mientras la sangre comenzaba a manchar su camisa. Rafael, aún sorprendido, dejó caer el revólver. Todos permanecieron en silencio alrededor de Felipe, quien comenzaba a retorcerse de dolor hasta caer al suelo inerte.
Entonces todos se dieron cuenta que lo de afuera, eso que tanto los atemorizaba, había logrado entrar.

sábado, 1 de octubre de 2011

Agradecimiento a "El semillero"

Esta entrada, como lo dice el título, es un agradecimeinto al proyecto de Pía Baroja y Lucas Fulgi (no sé si son más miembros). Este blog (El Semillero) no podría tener un nombre mejor. Empezar un blog es como tener una semilla. No se sabe como crecerá. Ni siquiera se sabe si logrará germinar. Un nuevo blog es delicado como una semilla. Si no recibe un trato especial, aún con el potencial que tiene, nunca llegará a nada. Y es entonces cuando este proyecto aparece y ayuda a cultivarlo. ¿De qué forma? Difundiéndolo, mostrándolo.
Otras personas pueden pensar diferente, pero para mí, saber que hay lectores y seguidores de lo que publico me motiva a seguir con el blog.
No puedo negar que me emocioné un poco al leer la reseña de Ideas Sueltas en El Semillero (Aquí). De nuevo le agradezco a Pía Baroja y Lucas Fulgi por lo que hacen. Es algo que no deberían dejar de hacer. Por ahora, espero que sea fructífero y lleguen más visitantes al blog.
Si alguien quiere que su blog aparezca allí, debe dejar un comentario en la útlima entrada con el link.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Encuesta

Los invito a votar en la encuesta que se encuentra en la parte derecha del blog. Quiero conocer la opinión de los lectores ya que participaré en un concurso de relato. En caso de elegir la opción "otro", pueden dejar el nombre del relato en los comentarios de esta entrada. Gracias.

lunes, 12 de septiembre de 2011

¿Sociedad o lo de afuera? (Parte 2)


La mayoría de los invitados se fueron antes que el sol se ocultase ese día. Quienes se quedaron en la casa, aún permanecían encerrados allí. Los recién casados ya estaban en camino a la estación. Todos los que se habían quedado eran,  posiblemente los amigos más cercanos a Felipe.
Era de noche. Los hombres estaban en el salón, hablando de política, de fútbol, de dinero. Las mujeres, sesgadas por normas que no estaba escritas en ninguna parte, pero que permanecían arraigadas a la sociedad de ese pequeño pueblo, estaban en el patio de atrás, junto al estanque.
Lázaro y Teresa esperaban en la cocina. Ella salía periódicamente para atender las necesidades de los invitados y para reponer el alcohol, que le parecía, se bebían como si fuera agua.
El tiempo avanzaba velozmente y lo profundo de la noche se acercaba cada vez más. Una densa niebla cubría la casa. Luis, que ya se sentía un poco mareado, decidió salir al frente de la casa, para tomar un poco de aire. Era una noche de invierno. El frío rodeó su cuerpo en poco tiempo. Se sentó en una banca de piedra en el parqueadero. El hipnótico movimiento de la llama en un farol lo arrulló. Poco a poco el sueño se apoderaba de su mente. A pesar que el cansancio y el vino entorpecían su mente, recuperó la lucidez al ver lo que había al otro lado de las rejas que separaban la mansión de la calle. Estaba aterrorizado por lo que veía. Por unos instantes perdió el control de su cuerpo. Se recuperó cuando dejó de verlo, pues las rejas terminaban y se convertían en un majestuoso muro blanco que se extendía hasta el portón principal. Sin pensarlo, corrió hacia allí y cerró la entrada a la mansión. Luego entró a la casa gritando. En poco tiempo todos estaban a su alrededor, escuchando su relato. Al final, solo sabían una cosa: no sabían cómo vencer y por lo tanto era necesario permanecer dentro de la mansión todo el tiempo que fuese necesario.
La confusión se apoderó de la multitud. Todos hablaban al tiempo. Algunos pensaban en escapar, salir de la casa y alejarse tan rápido como fuese posible, pero el temor de tener que enfrentarse allí afuera era demasiado y por eso nadie se atrevió siquiera a salir al patio, para revisar que sucedía.
Una decisión casi unánime los desplazó a todos al salón principal. Ya era tarde. Todos se sentaron en sillas, sofás o en el suelo y poco después se quedaron dormidos. La mañana siguiente fue testigo de los primeros indicios de la locura que se apoderarían poco a poco del grupo.  Los habitantes se despertaron con hambre.  Los restos de la fiesta, junto con la comida en la cocina serían suficientes para el pequeño grupo.  Sin embargo, los más sensatos notaron que la comida disponible no podía durar más que un par de días. ¿Qué pasaría si entonces aún no pudiesen salir? Obviamente era necesario establecer un control en este aspecto. Fue Rafael quien se atrevió a enfrentarse al grupo mientras la mayoría se abalanzaba sobre el alimento, luchando como bestias por obtener los mejores trozos.
-¡Deténganse! ¿Qué acaso no ven que parecen animales? No podemos malgastar nuestro alimento de esta forma. ¿Alguien sabe cuánto tiempo estaremos aquí?
Nadie parecía reaccionar. Los instintos, por encima de la cordura, estaban dominando sus mentes. Un ruido en el exterior fue lo único que acalló al grupo. Era ahora el miedo quien se encargaba de devolverles la sensatez. Sin siquiera haberlo acordado, la misma idea cruzó por la mente de todos: Debían permanecer quietos y en silencio si querían estar a salvo.
Por un instante que pareció eterno, nadie hizo el más mínimo ruido o movimiento. Solo al final, cuando los palpitantes corazones parecían querer escapar de sus pechos, cuando los nervios hacían insoportables la inmovilidad, todos regresaron tímidamente a sus facetas de seres humanos racionales. Entonces notaron lo que habían sido unos momentos antes, cuando habían perdido el control de sus mentes. Concertaron en que debían establecer un orden al grupo eligiendo un líder sensato que estableciese unas normas que ciñesen su comportamiento dentro de los límites de cultura y civilización.

Agradecimiento: Tu corazón es mi premio.





No me gusta tener que poner esta entrada justo ahora, cuando tengo un relato empezado que va a quedar cortado. Pero no me aguanto agradecer por el primer premio que recibe este blog. En realidad no lo mereció por bueno. Fue sólo casualidad. Pero es un permio después de todo y no está demás la gratitud.
La frase de la  imagen me parece algo rara, pero me gusta el sentido que tiene. Nunca se me había ocurrido algo parecido y me parece que tiene un tinte humorístico.
Sin dar más vueltas, explico las bases del concurso: Agradecer a quien me dio el premio y luego extender el premio a los últimos 10 comentarios del blog.
Gracias Juan Ojeda por el premio. Lo he leído poco pero me ha gustado su estilo. Estoy a la espera de una nueva historia que pueda empezar a leer desde el comienzo. Por ahora aprovecho para recomendar su blog a los demás lectores.
Extiendo el premio a los últimos 10 comentarios:
-MJ
-Irene Olmo

viernes, 2 de septiembre de 2011

¿Sociedad o lo de afuera? (Parte 1)


-¡Ha logrado pasar el muro! Estoy segura. –Dijo Isabel, casi llorando -Alcanzará la puerta en cualquier momento.
-No puede ser posible. ¿Lo ha visto usted? –Le respondió Alberto, mientras trataba de calmarla
-No. Tan sólo lo he sentido. Pero estoy segura que era…
-Tranquilícese –interrumpió Alberto – Le creo. Por ahora, si queremos estar seguros, debemos bloquear la puerta. De ahora en adelante nadie podrá salir al patio. Nos mantendremos aquí adentro hasta que todo pase. Reúna a todos en el salón, para contarles la mala noticia.
En poco tiempo, mientras Isabel llamaba a todos los demás, Alberto, con ayuda de José y Felipe, instalaron una barricada de muebles contra la puerta principal de la mansión. Luego, utilizando las tablas de las camas, taparon las ventanas de toda la primera planta. La única otra salida, una pequeña puerta en la cocina que daba al patio trasero, también fue bloqueada con otra pila de obstáculos. Al menos así evitaban que lo que había afuera entrara a la casa, o al menos retrasaban tal suceso, que tanto temían todos.
En el salón estaban todos los habitantes de la mansión. José, el dueño del aserradero, junto a su esposa Claudia. A su lado, en un envejecido sofá estaban sentados Felipe, el notario y su mujer Amanda, Jorge, heredero de una fortuna construida por su padre, con su novia Pilar. Luego estaban Luis y Rafael, hermanos y dueños de 100 acres de tierra, donde se instalaban sus compañías lecheras, ganaderas, agricultoras y demás. Eran quizá los hombres más ricos de la región.  Junto a ellos se sentaban sus esposas, Victoria e Isabel. Finalmente estaba sentada Inés, mujer de Alberto, quien en ese momento, parado frente al grupo se disponía a hablar. A su lado estaban Lázaro, el mayordomo y Teresa, la criada, silenciosos, curiosos y dispuestos a colaborar como siempre.
-Ha logrado pasar el muro –Comenzó Alberto mientras el silencio se apoderaba de la habitación y veía como sus palabras caían como flechas que asesinaban la esperanza de todos- Ha sido Isabel quien lo ha notado. Por eso hemos cerrado todas las entradas. De ahora en adelante, queda prohibido salir al patio. Nuestras actividades cotidianas se limitarán al interior de la mansión.
Quejas, reclamos, llanto y desesperación fueron las cosas que sobrevinieron al breve pero devastador discurso. A todos les resultaba absurdo y casi imposible reducir sus vidas, reducir el espacio al interior de una casa. Convivir tantas personas en un lugar tan limitado era imposible.
Todo había empezado unas horas antes. No llevaban allí más de unos días, pero las cosas habían cambiado hasta un punto que resultaba increíble. Estaban a punto de presenciar los efectos de su corta pero enloquecedora estadía.
Algunos días antes, se celebraba el matrimonio de una de las hijas de Felipe. Para ello, que mejor manera que invitando a los personajes de la más alta sociedad, los más adinerados del pueblo, a una fiesta de lujo en una ostentosa mansión. Esa tarde, envidia, derroche y orgullo se habían mezclado con el humo del tabaco y el alcohol, dando lugar a una extraña fiesta de apariencias, falsas máscaras de dignidad y elegancia. Nadie sabía que esa misma noche, las circunstancias iban a reducirlos a una manada de animales, un grupo de hombres primitivos, a las puertas del descubrimiento de algo que se llama sociedad.

domingo, 28 de agosto de 2011

El extraño (Final alternativo III)


Escuchó un ruido detrás de él. Se volteó. No había nadie. Salió de la habitación, hasta el corredor que terminaba en la puerta principal del apartamento. Allí estaba su mujer. Descargó su abrigo y luego se dirigió a la cocina, para descargar unas bolsas que llevaba en ambas manos. No lo saludó. Ni siquiera lo miró. Esperó unos segundos allí parado, hasta que su mujer salió de la cocina. De nuevo no recibió una palabra. Ni un gesto de saludo. Le sorprendió la falta de calidez tan característica de ella. ¿Acaso estaba enferma? La siguió en silencio hasta la sala. Ella estaba sentada, en silencio, mirando a través de una ventana, por la cual solo se lograba divisar el grisáceo cielo de aquella mañana. Se sentó en el sofá, al otro lado de la habitación. La miró, pero ella no quitó sus ojos de la ventana. Trató de decirle algo, pero las palabras se ahogaron en su garganta. Su delicada cara, magullada por la edad, esa hermosa cara que había amado durante tantos años de matrimonio, estaba triste. Sin saber cómo reconfortarla, solo se le ocurrió pararse a su lado. Le puso una mano en el hombro, tratando de mostrarle que le daba todo su apoyo. Ella se estremeció. Lo miró a él. Pero no encontró su mirada. Notó que ella miraba el vació. Se quedó petrificado. Ella se volteó de nuevo. Tomó un retrato de la mesa que tenía al lado. Lo apretó contra su pecho y comenzó a llorar. Él no tuvo que mirar de quien era la foto que ella sostenía. Su corazón se aceleraba. Corrió a la habitación en busca de su libreta. La abrió. Vio que lo que había escrito hacia unos minutos ya no estaba allí. Ni lo que había escrito el día anterior, ni el anterior. Se dio cuenta que la última idea había sido escrita muchos años atrás.

jueves, 25 de agosto de 2011

El extraño (Final alternativo II)


No supo por cuánto tiempo había estado ahí parado. Se había perdido, mirando la ciudad mientras buscaba en lo más profundo de su mente. Al volver de lo que le parecía había sido un letargo, la noche se acercaba a un nuevo final. La cantidad de personas y carros abajo aumentaba, mientras todos viajaban a su trabajo. Encontraba muy entretenida esa hora del día pues casi podía ver el afán de la ciudad al saber que ya empezaba una nueva jornada. Todos como robots, que iban apurados a sus lugares. El sonido de las bocinas se elevaba por entre los edificios, hasta llegar a su ventana.
Repentinamente, sintió un impulso. Sin entender completamente que hacía, tomó su abrigo del perchero que había junto a la puerta de su apartamento. Cerró con llave y bajó. Se sentía guiado por una fuerza, pero no creía en esas cosas. Estaba seguro que la fuerza que lo guiaba era él mismo. Bajó por las escaleras. El ascensor no era lo que necesitaba. Por las escaleras era un descenso preciso, llegaría al primer piso en el momento justo. El tiempo que tardase dependía únicamente de la velocidad de sus pasos. Pero en el ascensor estaba expuesto al azar. En cualquier momento alguien más podía presionar el botón y entonces retrasar su viaje al primer piso.
Al llegar allí, saludó con un gesto casi imperceptible al portero. En la puerta principal se encontró con una anciana del edificio que también iba de salida. Pero, contrario al protocolo social, se adelantó a la mujer, casi empujándola hacia un lado, sin sostenerle siquiera la puerta. Era un retraso que no podía permitirse. Cruzo la calle sin asegurarse que no venía ningún carro. El chirrido de unas llantas y los insultos de un conductor no le importaron. Tenía que llegar al lugar donde iba en el momento preciso, ni un segundo antes ni un segundo después. Una cuadra más arriba, en el borde de la acera había una mujer parada junto a un poste, esperando el cambio de luces para poder cruzar a salvo. La vio desde varios metros y supo que era su objetivo. Aceleró sus pasos, al ritmo de su corazón. Llegaba tarde. Se agotaba el tiempo. Unos metros más. La embistió como un animal. Ella cayó hacia delante. Él a su lado, también sobre el pavimento. Un estruendo. Varios carros tratando de frenar. Algo que se estrellaba produciendo un fuerte ruido. Aturdido por el frenético ritmo de los sucesos, tardó unos segundos para reconstruir la escena a partir de los elementos que lo rodeaban. Estaba a pocos centímetros del lugar donde unos instantes antes estaba la mujer. El poste ya no estaba. Un camión había barrido con este antes de estrellarse contra un muro. La mujer lloraba. No paraba de agradecerle. De no haberla empujado, ya no estaría allí.
Sin comprender muy bien, desconcentrado por los curiosos que se acercaban al lugar, se dio cuenta que lo que acababa de hacer era un pequeño aporte a la gran máquina que llamaba universo. Salvar a aquella mujer permitía a la ciudad continuar tal y como era el día anterior.