martes, 24 de mayo de 2011

La espina de la rosa roja

Sus pies ya no podían más. El terreno hostil, una carga tan pesada y tanto tiempo corriendo habían acabado por completo con su resistencia. Estaba agotado pero  la adrenalina lo obligaba a seguir. No había luna en el cielo y sólo las estrellas iluminaban su camino.
En sus brazos llevaba a su amada. Ella llevaba un hermoso vestido blanco. Su delicada piel se había tornado blanca. Los ojos cerrados y los sutiles rasgos de su rostro le daban una apariencia de total calma. Parecía muerta, pero no lo estaba, aún no. Cada vez que le fallaban las piernas, él se detenía solo por un momento y se permitía descansar unos segundos mientras buscaba temeroso la débil respiración de aquella hermosa mujer que tanto amaba. Sentía alivio al sentir su cálido aliento en su mano pero de nuevo reiniciaba su viaje con afán, pues sabía que de su velocidad dependía la vida de ella.
El cuerpo de ella parecía un juguete. Los brazos y las piernas se movían libremente mientras sus cabellos jugueteaban con el viento, cada vez más frío e implacable. En el pecho tenía una herida, justo en el corazón. Era pequeña pero letal. La sangre brotaba incontrolada por aquel pequeño orificio  por el cual también se escapaba lentamente su alma.
Iban por un desolado pasaje. La densa neblina la negaba ver más allá de unos metros por lo que corría con cautela, siempre atento a lo que la nada más allá de la bruma le lanzase. El cuadro era siniestro. Parecía un héroe escapando del averno, regresando del más allá con el alma de su difunta amada, mientras era seguido por el invisible fantasma de la muerte.
Cuando llegó a su destino, se detuvo para comprobar que ella aún vivía antes de tocar a la puerta. Un anciano, que inspiraba grandeza y sabiduría, le abrió la puerta. Solo le bastó ver la sangre seca en el vestido para saber el motivo de aquella visita en medio de la noche. Sin intercambiar palabra lo invitó a seguir. Adentro el aire era un poco más cálido y acogedor. Pero detallar la habitación le causó pánico. En el centro había una improvisada camilla, manchada con la sangre de un sinfín de personas que habían pasado por allí, terminando con finales felices o tristes en su visita. Junto a la camilla había una mesa de madera cuyas patas metálicas estaban oxidadas, dándole un aterrador aspecto. Sobre esta solo bastaba un vistazo para encontrar rudimentarias herramientas quirúrgicas que despertaban las más aterradoras historias en la mente de quien las mirase. El anciano, único médico de la región, le ofreció al hombre una taza con un extraño líquido caliente mientras lo llevaba a la habitación del lado para luego cerrar la puerta y dejarlo sólo. Se sentó en una banca que había contra una pared. Un pequeño candil iluminaba tenuemente el recinto, dándole un amarillento aspecto mientras las sombras inquietas danzaban al ritmo de la silenciosa música de la llama. Solo entonces tuvo la oportunidad de revivir todos los eventos que lo habían llevado allí.
Una rosa, ¿cómo algo tan delicado podía causar tanto daño? Bajo su belleza ocultaba las dañinas espinas. Era eso lo que había herido a su amada. Él le había regalado una rosa. Y se había pinchado con una de las espinas. Una pequeña herida que se había convertido en el hontanar de aquel líquido rojo brillante, sinónimo de muerte, que se había confundido con los pétalos marchitos de la flor. Todo era su culpa, por haberle llevado esa rosa, la más grande que encontró en el jardín. Recordaba que la había escogido desde que era un tímido retoño y la había cuidado diariamente. Y luego, cuando estaba lista para ser cortada, la había guardado hasta que estaba a punto  de ajarse. Solo entonces había ido a la casa de ella, con las manos en los bolsillos mientras cuidaban de no herirse con la fría e implacable espina. Al llegar le había ofrecido la agostada rosa, símbolo de su marchito amor. Al sacarla de su bolsillo, los pétalos habían caído lentamente, mientras estiraba su mano contra su pecho, sintiendo su calor mientras el filo se clavaba directo en su corazón y la sangre comenzaba a brotar.
Sin darse cuenta, mientras repasaba la historia, se llevó las manos a los bolsillos y se extrañó de encontrar un objetos a cada lado: A su derecha extrajo la rosa y a su izquierda extrajo su maldito puñal, fría espina que había manchado con el rojo de la rosa.

Por Camilo

4 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Juan Carlos Partidas dijo...

    Muy interesante relato, Camilo. Nos hace caminar por la tenue niebla que separa el amor del odio y la locura.
    ¡Saludos!

    Por cierto, borré el comentario anterior porque me di cuenta que me salté unas letras al escribir.

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  3. esta muy bueno. felicitaciones por tu blog
    mucha suerte

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  4. Juan Carlos: Gracias por comentar. En verdad que si, es una delgada línea que los separa, tanto que a veces no sabemos si es lo uno o lo otro.

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