domingo, 28 de agosto de 2011

El extraño (Final alternativo III)


Escuchó un ruido detrás de él. Se volteó. No había nadie. Salió de la habitación, hasta el corredor que terminaba en la puerta principal del apartamento. Allí estaba su mujer. Descargó su abrigo y luego se dirigió a la cocina, para descargar unas bolsas que llevaba en ambas manos. No lo saludó. Ni siquiera lo miró. Esperó unos segundos allí parado, hasta que su mujer salió de la cocina. De nuevo no recibió una palabra. Ni un gesto de saludo. Le sorprendió la falta de calidez tan característica de ella. ¿Acaso estaba enferma? La siguió en silencio hasta la sala. Ella estaba sentada, en silencio, mirando a través de una ventana, por la cual solo se lograba divisar el grisáceo cielo de aquella mañana. Se sentó en el sofá, al otro lado de la habitación. La miró, pero ella no quitó sus ojos de la ventana. Trató de decirle algo, pero las palabras se ahogaron en su garganta. Su delicada cara, magullada por la edad, esa hermosa cara que había amado durante tantos años de matrimonio, estaba triste. Sin saber cómo reconfortarla, solo se le ocurrió pararse a su lado. Le puso una mano en el hombro, tratando de mostrarle que le daba todo su apoyo. Ella se estremeció. Lo miró a él. Pero no encontró su mirada. Notó que ella miraba el vació. Se quedó petrificado. Ella se volteó de nuevo. Tomó un retrato de la mesa que tenía al lado. Lo apretó contra su pecho y comenzó a llorar. Él no tuvo que mirar de quien era la foto que ella sostenía. Su corazón se aceleraba. Corrió a la habitación en busca de su libreta. La abrió. Vio que lo que había escrito hacia unos minutos ya no estaba allí. Ni lo que había escrito el día anterior, ni el anterior. Se dio cuenta que la última idea había sido escrita muchos años atrás.

jueves, 25 de agosto de 2011

El extraño (Final alternativo II)


No supo por cuánto tiempo había estado ahí parado. Se había perdido, mirando la ciudad mientras buscaba en lo más profundo de su mente. Al volver de lo que le parecía había sido un letargo, la noche se acercaba a un nuevo final. La cantidad de personas y carros abajo aumentaba, mientras todos viajaban a su trabajo. Encontraba muy entretenida esa hora del día pues casi podía ver el afán de la ciudad al saber que ya empezaba una nueva jornada. Todos como robots, que iban apurados a sus lugares. El sonido de las bocinas se elevaba por entre los edificios, hasta llegar a su ventana.
Repentinamente, sintió un impulso. Sin entender completamente que hacía, tomó su abrigo del perchero que había junto a la puerta de su apartamento. Cerró con llave y bajó. Se sentía guiado por una fuerza, pero no creía en esas cosas. Estaba seguro que la fuerza que lo guiaba era él mismo. Bajó por las escaleras. El ascensor no era lo que necesitaba. Por las escaleras era un descenso preciso, llegaría al primer piso en el momento justo. El tiempo que tardase dependía únicamente de la velocidad de sus pasos. Pero en el ascensor estaba expuesto al azar. En cualquier momento alguien más podía presionar el botón y entonces retrasar su viaje al primer piso.
Al llegar allí, saludó con un gesto casi imperceptible al portero. En la puerta principal se encontró con una anciana del edificio que también iba de salida. Pero, contrario al protocolo social, se adelantó a la mujer, casi empujándola hacia un lado, sin sostenerle siquiera la puerta. Era un retraso que no podía permitirse. Cruzo la calle sin asegurarse que no venía ningún carro. El chirrido de unas llantas y los insultos de un conductor no le importaron. Tenía que llegar al lugar donde iba en el momento preciso, ni un segundo antes ni un segundo después. Una cuadra más arriba, en el borde de la acera había una mujer parada junto a un poste, esperando el cambio de luces para poder cruzar a salvo. La vio desde varios metros y supo que era su objetivo. Aceleró sus pasos, al ritmo de su corazón. Llegaba tarde. Se agotaba el tiempo. Unos metros más. La embistió como un animal. Ella cayó hacia delante. Él a su lado, también sobre el pavimento. Un estruendo. Varios carros tratando de frenar. Algo que se estrellaba produciendo un fuerte ruido. Aturdido por el frenético ritmo de los sucesos, tardó unos segundos para reconstruir la escena a partir de los elementos que lo rodeaban. Estaba a pocos centímetros del lugar donde unos instantes antes estaba la mujer. El poste ya no estaba. Un camión había barrido con este antes de estrellarse contra un muro. La mujer lloraba. No paraba de agradecerle. De no haberla empujado, ya no estaría allí.
Sin comprender muy bien, desconcentrado por los curiosos que se acercaban al lugar, se dio cuenta que lo que acababa de hacer era un pequeño aporte a la gran máquina que llamaba universo. Salvar a aquella mujer permitía a la ciudad continuar tal y como era el día anterior.

miércoles, 24 de agosto de 2011

El extraño (Final alternativo I)


De nuevo, como hacía todos los días, intentó inútilmente recordar un poco. Sus recuerdos se acumulaban en los días recientes. Pero le resultaba imposible traer memorias antiguas. Era como si parte de su vida hubiese desaparecido en el tiempo. No lograba recordar nada. Ni de su niñez ni de su juventud. Al reconstruir su vida por medio de recuerdos, era como si hubiese aparecido espontáneamente en el mundo, ya viejo. Una fugaz idea atravesó su mente como un relámpago. Extrajo de nuevo la libreta de su bolsillo. Se dirigió a la última página. A medida que avanzaba por las hojas blancas, donde su pluma temblorosa aún no había llegado, su corazón se aceleraba. Sin saber porque, pero tal como esperaba, encontró una frase al final. Era su propia letra, pero no recordaba haberlo escrito. El mensaje no despertaba en él ningún recuerdo. Era simple: “Quiero decirte que te amo, mientras aún sepa que eso siento.” Debajo, una respuesta escrita por alguien más: “También te amo. Quiero que guardes esto, aún cuando no reconozcas mi letra”. Y ya no la reconocía. Sin saber por qué, quiso llorar. No contuvo las lágrimas. Dejó que fluyeran, bajando por sus agrietadas mejillas. Quería saber quién estaba detrás de esas palabras, pero no encontraba nada más que una oscura mancha en su memoria. De repente, un pequeño papel se escapó de entre las páginas del librillo. Tenía dibujados unos símbolos. Al verlos, aún sin conocer otro idioma, supo lo que significaba. Un escalofrío recorrió su cuerpo: αμνησία

lunes, 22 de agosto de 2011

El extraño


Se paró frente a la ventana. Desde allí podía ver los carros de la ciudad. Podía ver las personas. Parecían pequeñas figuritas, juguetes que se movían de un lado para otro afanados. Todos tenían un destino. Algunos iban al centro de la ciudad, a trabajar probablemente. Otros se dirigían a las afueras, a los sectores residenciales. Todo el mundo parecía  saber a dónde tenía que ir. Pero él, desde su apartamento en el piso 13, no tenía ni idea de su destino. Pasaba horas pensando, pero nunca llegaba a una conclusión. No se refería a destinos de corto plazo. Sabía que en las mañana debía ir a su trabajo. En las tardes regresar a su hogar. Sabía que al sentir hambre, debía ir a la cocina. Pero no sabía cual era su destino final. No sabía hacia donde iba su vida. Y en ese mundo acelerado, donde todo funcionaba como una máquina perfecta, se sentía extraño, ajeno. Incluso el sol tenía un destino: Salir cada mañana por el este, esconderse por el oeste. Todo era una gran máquina. Nada pensaba. Todo se movía al ritmo de una orden central. Al menos así le parecía. Pero él no encajaba. No lograba entrar en ninguna función. No lograba mantener un trabajo por más de dos semanas. Siempre se perdía en su mente, divagando, buscando su función. Y entonces era despedido, por no cumplir sus labores.
El movimiento de la ciudad tras la ventana se aceleraba. Comenzó a sentirse mareado. Se alejó y se sentó en una silla cercana. A su lado, en una mesita había una libreta. En ella, cada día, anotaba lo que pensaba. Era como un rompecabezas. Cada día narraba una idea diferente. No se dedicaba a escribir un diario ni una bitácora. Solo anotaba lo que opinaba. Trataba de reunir ideas hasta tener suficientes pistas y entonces lograr descubrir cuál era su función en el mundo. Ésa era la duda que lo atormentaba. Como todos los días, leyó la libreta desde el principio, y como siempre, no pudo deducir nada. Se acercó de nuevo a la ventana, sosteniendo la libreta. Comenzó a escribir las ideas que le correspondían a ese día. Terminó. Guardó el librillo en su bolsillo y dejó que su mirada se perdiese en el paisaje que tenía al frente.